Era una mañana distinta. La rutina quedó
en la oficina. Dentro del imponente Palacio de Justicia, en un ascensor, el
cuerpo apretujado por los cuatro costados, oliendo a cigarrillo y perfume CALVIN KLEIN llegué al quinto piso.
Se
explayó ante mis ojos un amplio pasillo de color gris claro, un cielorraso no
muy alto, estropeado en algunas aristas por manchas de humedad que semejaban
fantasmas vigilando a los transeúntes desde el techo. El piso reluciente como
una fuente de agua se pierde en ambos extremos bifurcándose.
La vida de la calle se extingue allí
dentro y el paso del tiempo es un desasosiego. Me senté en una butaca frente a
la Sala de Audiencias. El pasillo es un gran túnel rectangular, cuyos extremos
parecen bocas abiertas que dejan fluir decenas de cuerpos que caminan en ambos
sentidos; es un tragar y expulsar continuo de gente y en minutos las decenas se
convierten en centenas.
La masa anónima va movida por la energía forzosa del
vaivén de los cuerpos y los pasos acelerados.
La “cita
puntual” del Juez se hizo esperar. La demora se volvió tediosa. La
impaciencia comenzó a instalarse en mi cuerpo inquieto. Me sentí un ser extraño
mirado por los transeúntes. Para apaciguar mi impulso neurasténico me alié a mi
instinto holgazán y me regodeé ociosamente de los minutos regalados. Entonces
observé sigilosamente ese mar de gente que fluía ante mí; una procesión, de
norte a sur y de sur a norte aparece y desaparece como las olas se diluyen en
la playa. Veo el entrecruzar de piernas y el bamboleo de los brazos que denota,
según la psicología, un cierto tipo de personalidad. Unos me miran de reojo al
pasar, otros me sonríen y saludan, los demás, abstraídos y presurosos se
pierden en el anonimato de la multitud. Algunos pasan una y otra vez, parecen
desquiciados o confundidos en el laberinto de los pasillos internos del Palacio.
Ante mis ojos casi vencidos por el sueño,
hombres y mujeres pasan como árboles que se desdibujan desde la ventanilla de
un veloz tren; todos entre veinte y sesenta años. No existe ningún cartel
prohibitivo, sin embargo, no es lugar de niños y ancianos. Algunas mujeres, de
cuerpo estilizado y cabellos teñidos, caminan como si estuvieran en una
pasarela; sobresalen con el toc toc de los tacos altos agrediendo los tímpanos.
Otras, vestidas con la clásica chaqueta azul van cargando voluminosas carpetas
de prontuarios, delatando así su oficio de secretaria. Los hombres llevan
maletines negros, relojes de pulsera brillantes, anillos en el dedo anular,
zapatos bien lustrados y teléfonos celulares. En el murmullo se percibe el
lenguaje propio del empleo jurídico que suena parecido a la lectura de una enciclopedia.
Es el lugar de los trajes elegantes en
plena mañana de verano. Una gama de colores señoriales; grises, negros,
marrones y azules combina con refinadas corbatas multicolores. El tamaño se
ajusta al cuerpo; robusto, flaco, obeso, petiso o alto. Las mil caras parecen
caricaturas en serie entre las generaciones de Cristóbal Colón y George Clooney. Algunos rostros redondos, ovalados o angulosos se
ven adornados con una barba cerrada, ojos vivaces y espesas cejas negras. En otros
sólo el cabello y la frente dejan ver que son morenos, rubios o blancos, porque
los lentes de sol simulan un adorno en la cara. En la mayoría el semblante serio
es el emblema común; parecen preocupados como si todos los casos ya estuvieran
perdidos…
Nadie sonríe ni se detiene. El tiempo
apremia. El pasillo es tránsito. La vida sigue en otra esfera, en otro piso; en
alguna sala frente a los jueces, abogados y fiscales. Allí los casos se
pierden, se ganan o se compran. La consigna es la paciencia y la esperanza en
la justicia de los hombres.
Al cabo de dos horas se abre una puerta.
Un señor de traje elegante me pasa la mano cortésmente y empieza la sesión
caratulada “Expediente GMMO y CVSF”.